El suelo de tatami huele a hierba seca y madera, evocando templos distantes. Una lámpara de papel proyecta sombras danzantes mientras un cuenco tibetano anuncia el ritual. Te recuestas sobre un futón ancho y sientes cómo la firmeza del algodón comprimido alinea la espalda incluso antes del primer toque humano.
La terapeuta arrodilla un pie junto a tu cadera y transmite la primera presión a lo largo del muslo. Pulgares se plantan en los canales energéticos de la columna y, con balanceo suave, los antebrazos recorren desde los omóplatos hasta la cintura. Estallidos de alivio liberan burbujas invisibles bajo la piel.
Comienza una coreografía de estiramientos: al extender tus brazos sobre la cabeza, la espalda se abre como un abanico; un giro de cadera desbloquea la zona lumbar con un suspiro largo. Cada maniobra concluye con un balanceo que acuna el cuerpo, devolviéndolo al tatami con ternura.
Llegado el ecuador, un saquito de hierbas al vapor presiona puntos clave liberando calor húmedo impregnado de lemongrass y jengibre. El perfume cítrico despierta los poros y refuerza la sensación de limpieza interna; cada toque del compresor deja un halo ardiente que desaparece justo cuando el amasado firme vuelve a empezar.
Para cerrar, las palmas se posan sobre tu pecho y abdomen guiando una respiración conjunta; el calor penetra como infusión de especias y la ligereza sustituye la densidad que trajiste. Al incorporarte, el suelo parece más blando, los colores más vivos y la mente, despejada, recuerda lo fácil que es habitar el cuerpo.