Velas de cera vegetal dibujan un escenario íntimo: cojines de seda índigo, un espejo que captura reflejos y jazz lo-fi acariciando el oído. La terapeuta envuelve tus manos con las suyas y sella un pacto para explorar en complicidad, entre aceites tibios y plumas dispuestas sobre una bandeja.
Respiráis al unísono y tus manos aprenden un lenguaje circular sobre su hombro, mientras las suyas replican el gesto en tu espalda, borrando la frontera entre quien da y quien recibe. Pluma y caricia firme se alternan como notas agudas y graves que mantienen despierto cada centímetro de piel.
En la fase lúdica, un código táctil marca intensidad o pausa: ella pregunta con un roce en la planta del pie, respondes presionando su antebrazo. Negociar el ritmo aviva la química y convierte cada gesto en intención consciente, alimentando la sensación de coreografía improvisada.
La sesión alcanza su cenit cuando, guiado por su voz, colocas una mano en su cintura y ella posa la suya en tu plexo solar; balanceáis caderas en vaivén lento hasta que calma y excitación conviven en perfecto equilibrio. Ningún paso está escrito, pero todos se sienten necesarios.
Una campana vibra cerca del oído para sellar la experiencia. Manos entrelazadas descansan sobre el corazón, un paño tibio limpia el aceite y la mirada se detiene en un instante de gratitud silenciosa. Te alzas ligero, con el recuerdo vivo de haber creado algo irrepetible a cuatro manos.